domingo, 8 de enero de 2012

Espionaje en la embajada Española.


A comienzos del siglo pasado, la viuda de un prominente senador de Missouri organizó una ambiciosa operación inmobiliaria en lo que por entonces se consideraba como las afueras de Washington. Se trataba de reconvertir la parte más remota de la calle 16 —que arranca frente a la puerta principal de la Casa Blanca— en una especie de exclusiva zona residencial. Pensando en acomodar monumentos, parques, altos cargos e instituciones de prestigio, la señora Mary Henderson impulsó la construcción de varios palacetes. Uno de ellos estaba destinado a ser la residencia oficial del vicepresidente de Estados Unidos, pero en 1927 se convirtió en la Embajada de España. Sin que nadie pudiera sospechar que quince años después esa propiedad dotada de un típico patio andaluz sería objetivo prioritario para los servicios de inteligencia americanos.
En 1942, Estados Unidos seguía con especial atención estratégica al régimen del general Franco. Los americanos se preparaban para empezar por el norte de África su ofensiva europea en la Segunda Guerra Mundial y sabían que España era clave en la llamada Operación Torch. Para satisfacer toda esa imperiosa necesidad de información, la Oficina de Servicios Estratégicos —conocida por sus siglas en inglés OSS y precursora de la actual CIA— se empleó a fondo. Su primer objetivo: acceder a las comunicaciones confidenciales entre las autoridades de Madrid y su representación diplomática en Washington.
El primer obstáculo al que se enfrentaron los agentes de la OSS fue infiltrarse entre el personal de la embajada. A partir de una trama tan paciente como elaborada, empezaron por reclutar a una joven estudiante americana, con un nivel excelente de español. La joven fue alojada en la misma pensión de la avenida Connecticut donde vivían otras secretarias de la sede diplomática de España.
El siguiente paso fue crear una oportuna vacante laboral para su agente, conocida por el código «Ella». Para lograrlo, contaron con la ayuda de la International Telephone and Telegraph Company, que les permitió anunciar una plaza de secretaria bilingüe en sus oficinas de Nueva York con un irresistible sueldo de 400 dólares al mes. De todas las secretarias en la embajada, una tal María se dejó tentar. Y en abril de 1942, la OSS logró que la sucesora de la empleada fichada por ITT fuera su «topo».
La agente americana no perdió el tiempo. En una semana, la joven había dibujado un detallado mapa de todas las dependencias diplomáticas. Además de averiguar que el libro de claves utilizado para codificar las comunicaciones con Madrid se guardaba en una caja fuerte, de la marca Shaw Walker, situada en el despacho del ministro consejero. La infiltrada incluso intentó deducir la combinación, pero no tuvo suerte.
Al final, la OSS ordenó a su agente el sabotaje del mecanismo de apertura de la perseguida caja fuerte. Y cuando se llamó a los fabricantes para su reparación, los espías americanos pudieron enviar a uno de sus especialistas, un ladrón profesional recolocado. Con la combinación en sus manos, este cerrajero de confianza y otros agentes entraron a las 10.30 de la noche del 29 de julio de 1942 en la embajada y consiguieron hacerse con todas las claves.
En un apartamento cercano, otro equipo de la OSS se dedicó febrilmente a copiar todo el material intervenido con ayuda de 3.400 fotografías. En cuestión de unas tres horas, las claves originales volvieron a la trajinada caja fuerte. Y Estados Unidos pudo empezar a descifrar el flujo de comunicaciones entre Madrid y la embajada en Washington. El único problema es que toda esa operación debía repetirse cada mes, cuando los diplomáticos españoles cumplían con la precaución de cambiar sus códigos.
Todo perfecto hasta que, en octubre, las nocturnas incursiones en la Embajada de España se toparon con un «overbooking» de espías producto de la rivalidad entre la OSS y el FBI, a las órdenes de Edgar Hoover. La consiguiente bronca de competencias llegó hasta la Casa Blanca. Al final, el presidente Roosevelt ordenó que solo el FBI se encargase del espionaje diplomático, pero con la obligación de compartir secretos con los servicios de inteligencia dirigidos por Donovan.

El Pelayo la ultima baza española en el desaste del 98.


Mayo de 1898. España estaba contra las cuerdas. A punto de perder sus últimas posesiones ultramarinas, a las puertas del «Desastre». Las fuerzas del decadente imperio español combatían con suerte esquiva con las del rampante imperio yanqui. La marina estadounidense se enseñoreaba de las aguas de Cuba y en Cavite, Filipinas, las fuerzas del comodoro George Dewey desarbolaban las defensas hispanas. En tan adversas circunstancias, el Ministerio de Marina español ideó un arriesgado plan para tratar de revertir el curso de la guerra: golpear al enemigo en su propio territorio, enviar una flota a bombardear la mismísima costa este de los Estados Unidos.
En Norteamérica la contienda se entendía como camino de expansión, de ampliación del patrimonio. En España los círculos políticos e intelectuales creían que se luchaba por la misma supervivencia de la nación. Cuba y Filipinas no eran propiedades de España, eran parte sustancial de la misma. Lo había expresado el presidente del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, en el Congreso cuando anunció que, en Cuba, España se dejaría «hasta el último hombre, hasta la última peseta». Aún sabiendo que la mermada España de finales del XIX se enfrentaba a un enemigo superior, Cánovas había dicho en 1896: «Si, desgraciadamente, un día el pueblo español creyere que la empresa (…) era superior a su conveniencia (…) yo habría dejado de ser hombre político para siempre jamás (…) acabando aquel día, probablemente, también mi vida personal». Cuba era para los españoles de entonces una cuestión de honor. Así que, imbuidos políticos y opinión pública en Madrid de una especie de espíritu quijotesco, se decidió intentar lo que la historiografía bautizó como «el contragolpe español». Mejor morir que perder la honra.
La única esperanza pasaba por dar un puñetazo en la mesa. Bloqueadas las fuerzas navales en Cuba y debeladas las de Filipinas, el Gobierno decidió jugarse el todo por el todo en una última baza y enviar una escuadra a atacar las mismas ciudades costeras de los Estados Unidos. Sería la del almirante Manuel de la Cámara y Livemoore la encargada de ejecutar tan peligroso cometido.
La misión era de lo más comprometida. Las mejores unidades disponibles de la Armada española tendrían que atravesar las aguas del Atlántico y adentrarse en los dominios del gigante para buscarle las cosquillas en sus propias barbas. Se pretendía obligar a Washington a un repliegue de sus fuerzas y así aliviar la presión sobre Cuba y Filipinas. La idea no era ni mucho menos descabellada. Desde que conoció los propósitos del Estado Mayor español, el Gobierno norteamericano ordenó que se dejaran de iluminar las ciudades de la costa este para dificultar el temido raid hispano. El miedo se apoderó de muchos estadounidenses.
Rumbo a los Estados Unidos zarpó una escuadra en la que formaron destructores de la «Clase Furor», veloces y bien artillados: los buques «Audaz», «Osado» y «Proserpina», que prestarían escolta a los cruceros auxiliares «Patriota» y «Meteoro» y el crucero «Carlos V». Pero la estrella de la flota era el poderoso acorazado «Pelayo», principal motivo para la preocupación de los mandos militares enemigos. El «Pelayo» y el «Carlos V» superaban por sí solos en potencia de fuego y tonelaje a toda la escuadra con la que Dewey combatía en Filipinas.
Las fuerzas de Cámara se dividieron en dos fracciones, una de las cuales debería navegar rumbo a Halifax, en Canadá, donde recibiría las instrucciones para lanzarse al ataque de las costas estadounidenses, con el objetivo preferente de la base naval de West Key. La segunda tendría como destino aguas brasileñas, desde las que se dedicaría a hostigar el tráfico mercante enemigo.
Pero por más que el Gobierno español quisiera en último trance recurrir a lo que le quedaba de músculo naval, lo que nunca pudo superar fue su aislamiento internacional, lo que a la postre dejó el «contragolpe español» en simple amago. Las presiones y trabas de Gran Bretaña, que no deseaba que la contienda se extendiera al Atlántico entorpeciendo la navegación comercial y puso cuantas trabas pudo en los puertos bajo su control o influencia, dieron al traste con el proyecto. Así, antes de que las armas españolas pudieran siquiera asomarse a territorio enemigo, el Gobierno recibió las noticias de la alarmante situación en Filipinas y ordenó redirigir la flota hacia el archipiélago asiático, con la esperanza de forzar unas negociaciones que permitieran conservar al menos una parte del mismo. Pero tampoco en esto se tuvo éxito. El Gobierno egipcio, títere de Londres, no permitió a los buques españoles aprovisionarse de carbón en sus puertos, demostrando de nuevo la total orfandad internacional de la causa hispana en la guerra.

El presidente de España más efímero.


Este no es ni más ni menos que Don Serafín María de Sotto, conde de Clonard, mariscal que presidió el Consejo de Ministros por el sorprendente plazo de ¡un día!
Corría el 19 de octubre de 1849 cuando la Reina Isabel II encomendó al conde la dirección del Gobierno de la Nación, influida en su decisión por dos de los religiosos en los que más confiaba, el padre Fulgencio, su confesor, y sor Patrocinio, conocida popularmente como «la monja de las llagas», extravagante personaje que tenía gran ascendiente sobre la joven reina.
Pero el bueno de Serafín casi no tendría tiempo para desarrollar su labor. Aupado por los sectores más conservadores de la corte, pronto, muy pronto, el descontento popular obligó a la soberana a rectificar y a removerlo del Gobierno. Al día siguiente de su nombramiento fue relevado, convirtiéndose en el presidente que menos tiempo aguantó en el cargo.
De Sotto había nacido en Barcelona en1793. Militar de vocación, había destacado en la Guerra de Independencia, en la que resultó herido, y en la Primera Guerra Carlista. Antes que presidente del Gobierno había sido ministro de la Guerra y director del Colegio General Militar de Toledo. Su pasión por la milicia le llevó a escribir algunas relevantes obras sobre la historia del Ejército español, como la «Historia orgánica de las armas de Infantería y Caballería españolas» o la «Memoria histórica de las academias militares de España». También legó un «Álbum de la infantería española» y un «Álbum de la Caballería».
El caso del frustrado Gobierno De Sotto fue uno más de los sucesivos gabinetes ministeriales cesados a las primeras de cambio que son la constante en todo el siglo XIX español. El suyo fue el caso más extremo de gobernante fugaz.