domingo, 8 de enero de 2012

El Pelayo la ultima baza española en el desaste del 98.


Mayo de 1898. España estaba contra las cuerdas. A punto de perder sus últimas posesiones ultramarinas, a las puertas del «Desastre». Las fuerzas del decadente imperio español combatían con suerte esquiva con las del rampante imperio yanqui. La marina estadounidense se enseñoreaba de las aguas de Cuba y en Cavite, Filipinas, las fuerzas del comodoro George Dewey desarbolaban las defensas hispanas. En tan adversas circunstancias, el Ministerio de Marina español ideó un arriesgado plan para tratar de revertir el curso de la guerra: golpear al enemigo en su propio territorio, enviar una flota a bombardear la mismísima costa este de los Estados Unidos.
En Norteamérica la contienda se entendía como camino de expansión, de ampliación del patrimonio. En España los círculos políticos e intelectuales creían que se luchaba por la misma supervivencia de la nación. Cuba y Filipinas no eran propiedades de España, eran parte sustancial de la misma. Lo había expresado el presidente del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, en el Congreso cuando anunció que, en Cuba, España se dejaría «hasta el último hombre, hasta la última peseta». Aún sabiendo que la mermada España de finales del XIX se enfrentaba a un enemigo superior, Cánovas había dicho en 1896: «Si, desgraciadamente, un día el pueblo español creyere que la empresa (…) era superior a su conveniencia (…) yo habría dejado de ser hombre político para siempre jamás (…) acabando aquel día, probablemente, también mi vida personal». Cuba era para los españoles de entonces una cuestión de honor. Así que, imbuidos políticos y opinión pública en Madrid de una especie de espíritu quijotesco, se decidió intentar lo que la historiografía bautizó como «el contragolpe español». Mejor morir que perder la honra.
La única esperanza pasaba por dar un puñetazo en la mesa. Bloqueadas las fuerzas navales en Cuba y debeladas las de Filipinas, el Gobierno decidió jugarse el todo por el todo en una última baza y enviar una escuadra a atacar las mismas ciudades costeras de los Estados Unidos. Sería la del almirante Manuel de la Cámara y Livemoore la encargada de ejecutar tan peligroso cometido.
La misión era de lo más comprometida. Las mejores unidades disponibles de la Armada española tendrían que atravesar las aguas del Atlántico y adentrarse en los dominios del gigante para buscarle las cosquillas en sus propias barbas. Se pretendía obligar a Washington a un repliegue de sus fuerzas y así aliviar la presión sobre Cuba y Filipinas. La idea no era ni mucho menos descabellada. Desde que conoció los propósitos del Estado Mayor español, el Gobierno norteamericano ordenó que se dejaran de iluminar las ciudades de la costa este para dificultar el temido raid hispano. El miedo se apoderó de muchos estadounidenses.
Rumbo a los Estados Unidos zarpó una escuadra en la que formaron destructores de la «Clase Furor», veloces y bien artillados: los buques «Audaz», «Osado» y «Proserpina», que prestarían escolta a los cruceros auxiliares «Patriota» y «Meteoro» y el crucero «Carlos V». Pero la estrella de la flota era el poderoso acorazado «Pelayo», principal motivo para la preocupación de los mandos militares enemigos. El «Pelayo» y el «Carlos V» superaban por sí solos en potencia de fuego y tonelaje a toda la escuadra con la que Dewey combatía en Filipinas.
Las fuerzas de Cámara se dividieron en dos fracciones, una de las cuales debería navegar rumbo a Halifax, en Canadá, donde recibiría las instrucciones para lanzarse al ataque de las costas estadounidenses, con el objetivo preferente de la base naval de West Key. La segunda tendría como destino aguas brasileñas, desde las que se dedicaría a hostigar el tráfico mercante enemigo.
Pero por más que el Gobierno español quisiera en último trance recurrir a lo que le quedaba de músculo naval, lo que nunca pudo superar fue su aislamiento internacional, lo que a la postre dejó el «contragolpe español» en simple amago. Las presiones y trabas de Gran Bretaña, que no deseaba que la contienda se extendiera al Atlántico entorpeciendo la navegación comercial y puso cuantas trabas pudo en los puertos bajo su control o influencia, dieron al traste con el proyecto. Así, antes de que las armas españolas pudieran siquiera asomarse a territorio enemigo, el Gobierno recibió las noticias de la alarmante situación en Filipinas y ordenó redirigir la flota hacia el archipiélago asiático, con la esperanza de forzar unas negociaciones que permitieran conservar al menos una parte del mismo. Pero tampoco en esto se tuvo éxito. El Gobierno egipcio, títere de Londres, no permitió a los buques españoles aprovisionarse de carbón en sus puertos, demostrando de nuevo la total orfandad internacional de la causa hispana en la guerra.

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