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sábado, 26 de mayo de 2012

Vasili Arkhipov, el marino soviético que salvó el mundo.

Un tipo llamado Vasili Arkhipov salvó al mundo». Así explicó Thomas S. Blanton, director del Archivo de Seguridad Nacional de EE.UU, el papel protagonista desempeñado por un desconocido marino soviético en la crisis de los misiles cubanos de 1962. De aquel episodio la humanidad recuerda que los Estados Unidos y la Unión Soviética estuvieron a punto de arrastrarla al abismo en su pulso nuclear. Lo que poca gente conoce es que fue la decisión de una sola persona, Arkhipov, la que evitó que estallara la que habría supuesto la tercera guerra mundial.
Pongámonos en antecedentes. Arkhipov es uno de los tres oficiales al mando de un submarino soviético B-59, un sumergible de ataque al que la OTAN denominaba Clase Foxtrot. En los últimos días de octubre de 1962 navega sumergido junto a otros cuatro submarinos similares con destino a Cuba. La URSS ha instalado secretamente en suelo cubano varias lanzaderas de misiles nucleares, capaces de alcanzar territorio estadounidense en apenas unos minutos. Es la respuesta al despliegue previo de proyectiles atómicos de Estados Unidos en tierras de Turquía, una amenaza capaz de golpear y devastar Moscú en apenas un cuarto de hora.
En medio de esa escalada de tensión, la 69 Brigada Submarina Soviética, en la que se encuadra la nave de Arkhipov, se dirige hacia aguas cubanas. Su misión, burlar el embargo que la Armada norteamericana ha dispuesto en torno a la isla y establecer una base submarina en la bahía de Mariel, en la costa norte de Cuba. El B-59 de Arkhipov va equipado con torpedos nucleares, una carga letal para una guerra desastrosa que cada vez se ve como más inminente. Pocos días antes, un avión espía U-2 de los Estados Unidos ha caído derribado en suelo cubano y un grupo de cazas MIG soviéticos ataca a otro de estos aparatos mientras completaba un vuelo de reconocimiento en Siberia.
Mientras en el Pentágono se ultiman los detalles para la invasión final de la Cuba castrista y prosoviética, los buques de la US Navy y los aviones espías de la CIA sobrevuelan el Caribe en busca de embarcaciones soviéticas intentando introducir más armamento nuclear en la isla. Las instrucciones del secretario de Defensa Robert Mcnamara son claras: si detectan cualquier intruso, los buques norteamericanos deben obligarlo a emerger e identificarse y bloquear su acceso. Una de esas embarcaciones es el B-59. El máximo responsable del buque, Vitaly Savitsky, lleva como segundos a bordo a Arkhipov y un oficial político.
A media tarde del 27 de octubre de 1962 los acontecimientos se precipitan. Un grupo de destructores estadounidenses detecta la brigada del B-59. Ignorando que se las ven con buques con armamento nuclear, los barcos norteamericanos comienzan a lanzar cargas de profundidad para forzar a los submarinos soviéticos a emerger. A bordo del sumergible de Arkhipov se viven momentos de pánico y caos. Ante la gravedad de los acontecimientos, el trío de oficiales al mando había zarpado de la URSS con autorización para lanzar sus torpedos nucleares si todos ellos estaban de acuerdo en hacerlo. Sin comunicación con Moscú, y dudando si ya había estallado la guerra entre las dos superpotencias, bajo las aguas del Caribe, con medio mundo pendiente de sus televisores, de las decisiones de Kennedy y de Kruschev, un grupo de marinos acosados tendría que decidir el destino de la humanidad.
El oficial de comunicaciones Vladimir Orlov vivió a bordo aquellos dramáticos instantes. Según su versión, tras una larga travesía transoceánica sumergidos, la tripulación y el capitán Savitsky «estaban exhaustos». Las cargas de los destructores norteamericanos explotaban a pocos metros del casco del submarino soviético. «Era como estar sentado en un barril de metal que alguien golpea continuamente con un martillo». Así hostigado, al límite de su resistencia psicológica, presionado por una marinería que exigía defenderse, Savitsky hace un último intento de contactar con Moscú. Enfurecido y desesperado, decide lanzar su mortífero torpedo, aun a sabiendas de que sería el fin también para él y sus hombres: «Los volaremos por los aires; moriremos todos pero hundiremos todos sus barcos», exclama antes de reunir a sus dos segundos a bordo para ratificar una decisión que requiere su consentimiento.
En medio del bombardeo yanqui, a unos centenares de metros bajo el Caribe, los tres marinos celebran una reunión que decidió el destino de la humanidad. Savitsky quiere abrir fuego, el oficial político está de acuerdo. Solo falta Arkhipov. Pero él dice que no. En esas circunstancias extremas, únicamente la frialdad y el coraje de un hombre evitan lo que habría supuesto una catástrofe sin precedentes.
Arkhipov convence a Savitsky de que haga emerger el submarino. El B-59 asoma a la superficie y da media vuelta a la espera de instrucciones del Kremlin rehuyendo el enfrentamiento con la Task Force norteamericana. Pocas horas después, Kennedy y Kruschev alcanzan un acuerdo.
Nadie lo supo entonces, ni siquiera Kennedy, pero Arkhipov salvó aquel sábado al mundo. Su historia no se hizo pública hasta 2002. En un congreso celebrado en La Habana a los cuarenta años de aquel episodio, Mcnamara, basándose en documentos estadounidenses desclasificados, admitió que la guerra nuclear estuvo más cerca de lo que nadie había pensado. Thomas S. Blanton aclaró a que se refería: «Un tipo llamado Vasili Arkhipov salvó al mundo». Aquel tipo había muerto tres años antes.

Vía.ABC.es

domingo, 8 de enero de 2012

El Pelayo la ultima baza española en el desaste del 98.


Mayo de 1898. España estaba contra las cuerdas. A punto de perder sus últimas posesiones ultramarinas, a las puertas del «Desastre». Las fuerzas del decadente imperio español combatían con suerte esquiva con las del rampante imperio yanqui. La marina estadounidense se enseñoreaba de las aguas de Cuba y en Cavite, Filipinas, las fuerzas del comodoro George Dewey desarbolaban las defensas hispanas. En tan adversas circunstancias, el Ministerio de Marina español ideó un arriesgado plan para tratar de revertir el curso de la guerra: golpear al enemigo en su propio territorio, enviar una flota a bombardear la mismísima costa este de los Estados Unidos.
En Norteamérica la contienda se entendía como camino de expansión, de ampliación del patrimonio. En España los círculos políticos e intelectuales creían que se luchaba por la misma supervivencia de la nación. Cuba y Filipinas no eran propiedades de España, eran parte sustancial de la misma. Lo había expresado el presidente del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo, en el Congreso cuando anunció que, en Cuba, España se dejaría «hasta el último hombre, hasta la última peseta». Aún sabiendo que la mermada España de finales del XIX se enfrentaba a un enemigo superior, Cánovas había dicho en 1896: «Si, desgraciadamente, un día el pueblo español creyere que la empresa (…) era superior a su conveniencia (…) yo habría dejado de ser hombre político para siempre jamás (…) acabando aquel día, probablemente, también mi vida personal». Cuba era para los españoles de entonces una cuestión de honor. Así que, imbuidos políticos y opinión pública en Madrid de una especie de espíritu quijotesco, se decidió intentar lo que la historiografía bautizó como «el contragolpe español». Mejor morir que perder la honra.
La única esperanza pasaba por dar un puñetazo en la mesa. Bloqueadas las fuerzas navales en Cuba y debeladas las de Filipinas, el Gobierno decidió jugarse el todo por el todo en una última baza y enviar una escuadra a atacar las mismas ciudades costeras de los Estados Unidos. Sería la del almirante Manuel de la Cámara y Livemoore la encargada de ejecutar tan peligroso cometido.
La misión era de lo más comprometida. Las mejores unidades disponibles de la Armada española tendrían que atravesar las aguas del Atlántico y adentrarse en los dominios del gigante para buscarle las cosquillas en sus propias barbas. Se pretendía obligar a Washington a un repliegue de sus fuerzas y así aliviar la presión sobre Cuba y Filipinas. La idea no era ni mucho menos descabellada. Desde que conoció los propósitos del Estado Mayor español, el Gobierno norteamericano ordenó que se dejaran de iluminar las ciudades de la costa este para dificultar el temido raid hispano. El miedo se apoderó de muchos estadounidenses.
Rumbo a los Estados Unidos zarpó una escuadra en la que formaron destructores de la «Clase Furor», veloces y bien artillados: los buques «Audaz», «Osado» y «Proserpina», que prestarían escolta a los cruceros auxiliares «Patriota» y «Meteoro» y el crucero «Carlos V». Pero la estrella de la flota era el poderoso acorazado «Pelayo», principal motivo para la preocupación de los mandos militares enemigos. El «Pelayo» y el «Carlos V» superaban por sí solos en potencia de fuego y tonelaje a toda la escuadra con la que Dewey combatía en Filipinas.
Las fuerzas de Cámara se dividieron en dos fracciones, una de las cuales debería navegar rumbo a Halifax, en Canadá, donde recibiría las instrucciones para lanzarse al ataque de las costas estadounidenses, con el objetivo preferente de la base naval de West Key. La segunda tendría como destino aguas brasileñas, desde las que se dedicaría a hostigar el tráfico mercante enemigo.
Pero por más que el Gobierno español quisiera en último trance recurrir a lo que le quedaba de músculo naval, lo que nunca pudo superar fue su aislamiento internacional, lo que a la postre dejó el «contragolpe español» en simple amago. Las presiones y trabas de Gran Bretaña, que no deseaba que la contienda se extendiera al Atlántico entorpeciendo la navegación comercial y puso cuantas trabas pudo en los puertos bajo su control o influencia, dieron al traste con el proyecto. Así, antes de que las armas españolas pudieran siquiera asomarse a territorio enemigo, el Gobierno recibió las noticias de la alarmante situación en Filipinas y ordenó redirigir la flota hacia el archipiélago asiático, con la esperanza de forzar unas negociaciones que permitieran conservar al menos una parte del mismo. Pero tampoco en esto se tuvo éxito. El Gobierno egipcio, títere de Londres, no permitió a los buques españoles aprovisionarse de carbón en sus puertos, demostrando de nuevo la total orfandad internacional de la causa hispana en la guerra.